DIGNIDAD Y JUSTICIA
Declaración
del Centro Ecuménico Diego de Medellín
Estamos
en situación de emergencia. Pero no igual para todos. Los más
amenazados son los que están perdiendo su trabajo y su ingreso y
viven en espacios estrechos, sin resguardos contra el contagio. Y
éstos, son la mayoría.
El
gobierno ha llamado a un gran acuerdo nacional, por encima de todas
las diferencias. Le decimos al presidente que no se dan las
condiciones para un acuerdo y que éste sólo puede ser legitimado en
un plebiscito. Porque es el pueblo entero de Chile, con todas sus
diferencias –de género, nacionalidad, raza, ingresos, educación,
salud, vivienda– el que debe resolver las contiendas que hoy nos
dividen. La soberanía pertenece al pueblo y no a un grupo social
privilegiado.
Las
diferencias que más nos dividen hoy son las de ingresos y de
patrimonio. Es escandaloso e injusto que el 10% más rico de la
población tenga ingresos que superan en un 40% al de los más
pobres. Es un escándalo que los más ricos oculten buena parte de su
patrimonio invirtiéndolo en paraísos fiscales. Es un escándalo que
la inversión de los fondos de pensiones vaya en buena parte a
enriquecer aún más a los que ya son ricos, en vez de volver como
pensiones dignas a quienes han cotizado para tenerlas. Es un
escándalo que, para resolver el problema del hambre de los más
vulnerados por el sistema, el gobierno esté repartiendo cajas de
alimentos –limosna irrespetuosa de la dignidad.
Ha
habido empresarios individuales que han puesto un hotel suyo al
servicio de la salud pública, o han entregado apreciables sumas de
dinero para importar insumos sanitarios indispensables. Pero no
basta. Hay además un problema no resuelto de justicia y dignidad.
Por eso apoyamos
la iniciativa de gravar con un impuesto adicional la fortuna o el
patrimonio de los más ricos. Sería un acto de justicia distributiva
y un primer paso en la dirección de asegurar un salario mínimo
–salario y no bono– a todos los moradores de Chile, aún aquellos
que están sin trabajo. Un impuesto como éste se legitima en el
fundamento ético de que la apropiación de bienes y la propiedad
privada sólo se justifican si aportan sustantivamente a la
convivencia –ésa es su función social.
En
contraste, es indignante comprobar que no pocos entre los
propietarios se han aprovechado de la contingencia para engrosar sus
ingresos ya exorbitantes. Indignante es también saber que los
señores de la droga compran con dinero el silencio, la colaboración
y sobre todo la dignidad de pobladores. Desde el 18 de octubre se nos
ha planteado la pregunta –y la exigencia– de la dignidad. ¿Puede
haber dignidad en un país donde no hay justicia?
Si
hay personas que se ven obligadas a vender su dignidad a precio tan
vil, es porque su necesidad es extrema y de ese soborno, –el
no-salario del indigente–, depende la salud y la vida de niños y
ancianos. La responsabilidad de tal vileza no recae en ellos, sino en
quienes sostienen un sistema económico donde la garantía de
derechos humanos tan fundamentales, como el derecho a alimentarse, no
está asegurada por el ente estatal, sino que depende de la buena
voluntad, la limosna o hasta del soborno.
El
pueblo entero deberá ser convocado para que –plebiscitariamente–
revoque los mecanismos y las instituciones que agravan abismalmente
las diferencias y dejan sin protección digna y justa derechos
humanos fundamentales, como el derecho a no tener hambre. Sólo así
puede tener lugar, en dignidad y justicia, un gran acuerdo nacional
–o plurinacional chileno– que abarque y armonice todas las
pluralidades y diferencias de género, clase, cultura, raza y nación
que hoy nos dividen.